La mosca que se suicidó.






Comenzó con un zumbido, corto, lejano e intermitente. Que luego, poco a poco, tomó fuerza. Me desperté a duras penas, con la fuerza de un popote de plástico al fuego, me senté al borde de la cama y consulté el reloj. 2:22 de la mañana. Hay muchas leyendas sobre esa hora, pero en ese momento lo que me perturbaba era el zumbido.


¿De dónde venía? ¿Qué clase de monstruo fantasmal podría provocar semejante ruido a tan altas horas de la madrugada?


Me concentré cerrando los ojos. Respirando suavemente, intentando localizar el origen procedente del zumbido. Pero este, como una bestia inteligente que escuchara mis pasos, cesó. El ruido se apagó sin más. Justo así como empezó.

Regresé a mi cama, al calor de las cobijas y la soledad compartida con la almohada, estaba recuperando el sueño, cayendo en la espiral de nuestro reino hacia el inframundo de la pérdida de la conciencia.


Entonces volví a escucharlo. Era más fuerte, estaba más cerca de mí, me quede agazapado intentando descifrar su patrón de conducta, su bitácora de vuelo. Escuche el zumbido chocar contra la pared, contra el vidrio, se trataba de un insecto de gran tamaño; tragué saliva imaginando lo peor, ¡un monstruo! Me dije con seguridad, hay un jodido monstruo encerrado en mi cuarto, y ese no es un zumbido de alas, es su respiración agitada, buscándome para devorarme.

Tranquilo, tranquilo, me insistí mentalmente, no hay un monstruo en el cuarto y no va a devorarte. Volví a encender la luz y el zumbido calló. Otra vez solo era yo y mi respiración. Entonces una mancha gigante se posó detrás, espantado me levante del borde de la cama, con el corazón desbocado, solo para darme cuenta de que la sombra era una mera proyección del enorme y negro insecto posado sobre el foco del techo.


Volví a mis cabales, tomé una vieja playera y empecé a agitar la con el fin de espantarla.

Sólo logré golpear el foco y casi romperlo. Desistí de esa necia acción, apagué la luz y volví a mi cama. Al acomodar mi cabeza en mi almohada el zumbido regresó, pero ahora que sabía que insecto era, la incertidumbre y la mancha de temor que tenía, desapareció, ahora podría dormir tranquilo, sintiendo un poco de vergüenza por el miedo irracional de las 2:22 de la mañana.

Pero el bicho tenía otros planes.

Aterrizó en mi cara y me sacudí en un espasmo de sorpresa y asco. El insecto escapó.
Después se pegó a mi oído, me moví y volvió a tomar vuelo. Regresé a la posición boca arriba, esperando que se escuchara cerca para poder espantarlo, y de pronto, se posó inmisericordemente sobre mi boca. Salí de la cama en un brinco, tomé una revista que estaba en el buró derecho, la enrollé y comencé a cazar a esa hija de puta. Volví a encender la luz, con la determinación de un loco, busqué y re busqué al maldito insecto. Podía escuchar el leve zumbido, como una burla nocturna y cuando lo vi, comenzó la batalla por el control de la paz, una guerra sin cuartel por un control sin sentido. Así como se deben formar las guerras mundiales.

Al final, casi para amanecer, mi habitación estaba hecha un desastre, libros tirados, la cama volcada, mi escritorio sosteniendo los restos de trastes rotos a causa de la búsqueda del insecto. Mi rostro, demacrado y con ojeras púrpuras, buscaba con ansiedad al animal. Pero no había nada de él.

La luz del alba comenzó a acariciar mi rostro, bañándolo con los reflejos dorados del sol, recordándome lo poco que había dormido y el horrible día que me esperaba adelante.

Suspiré, agotado, di media vuelta y fui al baño.
Levanté la tapa, oriné tratando de apuntar lo mejor que se podía y al mirar hacia abajo vi, con sorpresa y cansancio, a la enorme mosca negra, con unos extraños destellos verdes sobre su desmesurada panza alada, sin moverse, sin inmutarse. Pensé, como un último acto desesperado, tomar mi tenis con la mano y aplastarla. Así que lentamente me agaché, tomé mi calzado, y me acerqué lo más sigiloso que pude, la mosca no se movió, levanté el tenis sobre el insecto y este seguía sin moverse, vi como giró su extraña cabecilla y me pareció verla asentir, dándome permiso de terminar esa batalla y por ende, la guerra.
Dejé caer el tenis sobre ella, con un sonoro chasquido y un horrible y hueco sonido de algo que explota.

Al final, pensé, tampoco ella soporto el peso de la batalla y prefirió suicidarse.
Había ganado, le había enseñado quien manda.
Sonreí, baje la palanca del retrete y escuche el ruido del agua al correr.
Salí del baño y decidí volverme a acostar. Me reportaría enfermo en el trabajo, no importaba, quería descansar. Me tapé con las cobijas. Me enrollé en ellas y mi cabeza acarició la almohada.

Me volvía a perder en el reino de los sueños cuando de pronto y con mucho temor, escuché nuevamente un zumbido, uno más potente pero esta vez un eco le siguió, después otro y luego otro más. Me di cuenta, con terror, que había más de aquellos bichos alados. Listos para continuar con esa guerra que se antojaba interminable.
 
Oh, no. 
 
Fue todo lo que pensé.
 
 
 
Jorge Robles
Febrero 2018

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