El Cofre

 



La luz entraba por uno de los grandes ventanales de la cafetería. Tony estaba sentado jugando con el vaso del café, le gustaba distraerse, no pensar en los problemas a futuro y, aun así, su vida era un conflicto tras otro. Suspiró y dejo en paz el desechable. Pensó en el lugar, hacía un par de años que no lo visitaba, no desde el divorcio. Vio a través del vidrio y notó, por primera vez en días, que el invierno había llegado y, con este, esas fechas que siempre se le han antojado difíciles. Sobre todo, ahora.

 

—Hola.

Su voz sonaba serena a la par de dulce. Llevaba su pelo corto sujeto por un lado con uno de esos broches que suelen usar las mujeres. Con el destello de la luz matutina invernal sobre su rostro se veía todavía más hermosa. Claro que era algo que Tony no diría ni confirmaría delante de nadie.

—Llegas 15 minutos tarde —le soltó a la cara.

—Vaya, una disculpa, su majestad —su sonrisa pícara no hacía más que aumentar la tensión que siempre rondaba el aire entre ellos, se sentó y lo vio directo a los ojos—. Los niños te extrañan.

—Y yo a ellos —dijo Tony a modo de disculpa.

—Se quedarán contigo el 24 y los llevas a mi casa el 26, pasarán esta navidad contigo para que conmigo pasen año nuevo —ella dejó un sobre encima de la mesa.

—Esos son…

—Los papeles de divorcio, tienes tres días para dar una confirmación. Pero como se atraviesan los días festivos lo mejor será que…

 

Si había algo que siempre perturbaba a Tony eran las ordenes disfrazadas de consejos, no importaba de quién vinieran, siempre era un interruptor para hacer estallar su mal humor. Sofía lo sabía, y era, hasta donde entendía Tony, su modo de sacarlo de sus casillas.

—No —la interrumpió finalmente.

—No… ¿Qué? —preguntó ella.

—No podré quedarme con los niños esta navidad.

—¿Por qué no, Tony?

—Tengo entrega de proyecto, Sofía. Sabes que no puedo aplazarlo.

—Mierda, Tony, ¿por qué haces esto? Nunca tienes tiempo para tu familia, nunca lo tuviste para mí y mira en qué terminó, ¿quieres lo mismo para los niños?

—Es mi trabajo, Sof, ¿quieres que siga dando la jodida manutención? Déjame trabajar.

—Te estás portando como un cretino.

—No es mi culpa.

—Claro que sí, lo haces adrede —Sofía se levantó del asiento. Arrojó la carpeta con los papeles al pecho de Tony, su rostro, otrora tranquilo, ahora era una máscara de ira y frustración—. Sólo piensa en esto, Tony: ya perdiste a tu esposa, no pierdas a tus hijos.

Sofía salió de la cafetería tan rápido que azotó la puerta. Tony se quedó un momento pensando en sus palabras. En la fuerza de choque que estas tuvieron en su cabeza. Suspiró y levantó el sobre de su pecho. Un sobre amarillo, tan sencillo y delgado, tan efímero y en esos momentos tan poderoso sobre su vida. Permaneció otro par de minutos sentado sin hacer nada para finalmente tomar su abrigo y salir de ahí.

 

“No es mi culpa” iba pensando mientras caminaba a casa. “Las cosas no debieron terminar así”, siguió andando por treinta minutos más. Se sentía cansado pero a la vez quería caminar, intentar despejar las dudas sobre sus acciones. “Aún puedo retractarme y dejar que los niños se queden conmigo, pero ¿ella se quedará con su nuevo novio? Eso qué me importa, la dejé irse, no debería dolerme ¿o sí?” Mierda, pensaba una y otra vez “mierda, mierda, mierda”. Llegó a casa, a su nuevo hogar adoptivo. Un triste y pequeño departamento de dos pisos, con el espacio tan reducido que a veces sentía que las paredes caerían encima de él. Al sacar las llaves del bolsillo notó, a sus pies, un pequeño cofre de madera. Era antiguo, con una tapa semicircular y bordes rectos, unas pequeñas bisagras adornaban el frente, el diseño era rústico y tenía un cerrojo con forma de muérdago. Del lado izquierdo del cofre un “post it” que flotaba entre el aire y la madera.

“Para ti que te gusta estar encerrado, Feliz Navidad. Sof” leyó en voz baja. Suspiró y entró en la casa. Dejó el pequeño cofre sobre la mesa y se encaminó a dejar el sobre en el cuarto del segundo piso. La habitación, así como la mayoría de la casa, estaba llena de cajas con rótulos encima marcando ropa, libros, cosas varias. Tony seguía sintiéndose desanimado, giró para buscar la caja con el rotulo “cosas del trabajo” y se encontró con el pequeño cofre sobre la cama. Se quedó un instante viéndolo, como tratando de descifrar si lo había subido o lo había dejado en la mesa. Chasqueó la lengua y volvió a lo suyo. Le quedaban dos días para entregar el proyecto y debía actuar con celeridad. Tomó su laptop y bajó al comedor, se preparó un café y apagó el celular. Enseguida se puso a teclear y buscar en internet. “Es veintitrés de diciembre, carajo, y yo haciendo esto” pensó.

 

Las horas pasaron, como lo haría cualquier cosa alrededor de Tony, sin que este se diera cuenta del transcurso del tiempo, de la luz pasando al cenit y luego al atardecer para dar paso al manto nocturno, Tony seguía trabajando, hasta que sintió hambre. Consultó su reloj y se dio cuenta de lo tarde que era. “once de la noche, pero ¿cómo diablos pasó eso? Todo un día de trabajo y aún no llego a la mitad”.

Se preparó una cena sencilla, huevo revuelto con café. Regresó a la mesa para trabajar y vio, frente a él, el cofre. Lo tomó y se lo llevó a la sala, se sentó en el sillón y examinó la caja de madera. Le dio vueltas una y otra vez, leía y releía el post it, “Feliz Navidad” en la parte inversa encontró otra leyenda, “esto no lo había visto” pensó, “Di las palabras mágicas”. Su rostro dio muestras de desagrado, si era una estúpida broma por parte de Sofía se desquitaría no firmando las estúpidas hojas del divorcio. Revisó nuevamente el cofre y vio que el muérdago era un tipo de broche para cerrar la tapa. La movió y esta hizo clic, no sin antes darle un buen pellizco en el pulgar, robándole una pequeña gota de sangre.

—Ah, mierda —exclamó. Abrió el cofre y dentro no había nada—. No mames… —susurró.

Tony regresó a la mesa para seguir en lo suyo, el café se había enfriado al igual que la cena. Chasqueó la lengua y renegó para sus adentros, entonces hubo un corte en la energía eléctrica y todo quedó a oscuras, incluso la laptop, aunque esta funcionara con batería de respaldo. Todo se fue a negros.

—¿Ahora qué?

Detrás de él, en la sala, se escuchó un tintineo de cadenas, después una brisa helada se coló en la habitación, llenándolo todo de un frío gélido. La oscuridad engullía todo, pero los sonidos eran tan claros como si tuviera frente a él aquellas cadenas. Luego, a través de las siluetas entrecortadas por el manto nocturno veía el vaho de su propio cuerpo. Sintió un temor impulsivo que intentó frenar, se dio media vuelta hacia la mesa, guiándose para llegar hasta la alacena y buscar unos cerillos, fue cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Escuchó una respiración, luego otra, vio, entre las sombras, como dos diferentes vahos se alzaban detrás de los sillones. Dio a tientas con la caja de cerillos y sacó uno, no sin antes tirar varios al piso a causa de los nervios. “Estoy soñando” se repetía, “estoy soñando” Entonces escuchó una voz familiar.

—¿Tienes mucho trabajo, papá?

—¿Oliver? —preguntó.

—¿Ya no quieres vernos, papá? —preguntó otra voz, ahora de su lado izquierdo, cerca de las escaleras.

—¿Karla, princesa?

—Dicen que ya no nos quieres ­—dijo la primera voz

—¿Qué? ¿Quién les dijo eso? —esta vez Tony se mostraba enojado

—Las voces, papá, ellas nos dicen.

—¿Qué voces? No, no, no, claro que no, hijo, yo… —encendió un cerillo y en aquel lugar no había nadie. Sólo las cajas y muebles.

—Carajo —balbuceó.

 

En ese momento se apagó el cerillo. Y unas manos heladas y frías lo abrazaron, rodeándolo por la espalda hacia el estómago, recargando el rostro en su cuello y susurrándole: ¿También los vas a perder a ellos?

—¿Qué?

De la sorpresa, Tony tiró la caja de cerillos, corrió hacia la puerta principal, apoyando la espalda en ella y volteando hacia donde se suponía estaba quien lo había abrazado. No alcanzaba a distinguir nada, apenas las siluetas de los muebles y entonces el vapor… el vaho que venía de las escaleras.

—¿Quién está ahí?

—Tony…

—¿Quién eres?

—Soy… existo… destruyo…

 

Tony intentó abrir la puerta, pero esta no cedió ante nada. Regresó la mirada al pasillo de las escaleras y ya no vio señales de algo fuera de lo normal. Se puso en cuclillas y tomó la caja de cerillos, abriéndola nuevamente para sacar algunos. Los encendió y constató que no había nada ni nadie en el pasillo. Avanzó hasta las escaleras e iluminó el lugar. De los primeros escalones hasta el descanso no había nada. Se apagaron los cerillos y buscó a tientas otros palillos cuando sintió nuevamente el gélido aire. Solo que esta vez pudo darse cuenta de que no era una brisa de aire frío, sino era el aliento de algo que estaba en esa misma habitación.

—Enciende el cerillo y se irá —dijo en voz alta—. Enciende el cerillo y se irá…

Tony subió dos escalones, intentando no tropezar y buscando a tientas los cerillos, tirando unos cuantos más en el piso, mientras seguía sintiendo ese aliento helado golpearle la cara.

—No está ahí, sea lo que sea, no está ahí.

 

Levantó las cerillas, la brisa pasó a ser un aire fuerte, luego, como si un gigantesco caballo estuviera en la sala, escuchó los resoplidos, cada vez más fuerte, cada vez más cerca; acercó los cerillos a la banda lateral de la caja, “Cuando lo encienda, sea lo que sea, ya no estará ahí”. Tony encendió los cerillos y lo vio, ahí frente a él. Era enorme, sus seis largos brazos se extendían por toda la sala, el comedor y casi llegaban a la cocina, sus manos eran garras deformes, con cientos de punzantes astillas que se acercaban a Tony, su piel era corteza dura, craquelada, llena de savia chorreante, su rostro, detrás de aquellos horrendos brazos, era una deformidad de seis ojos completamente negros y una enorme cavidad llena de colmillos, su cabeza terminaba en cientos de ramas, como si de una corona se tratase. Aquella cosa desencajó la mandíbula, mostrando toda la hilera de colmillos, como si de una serradora se tratara, su cola daba vuelta en la sala, para perderse en la oscuridad del inmueble, pero a cada segundo, una nueva extremidad con púas aparecía del tronco.

—Di las palabras —dijo aquella cosa—. Di las palabras.

Tony había perdido el habla, estaba tirado entre el sexto y el séptimo escalón, viendo como esa cosa se posaba encima de él. Sólo alcanzaba a balbucear, salivar.

—Di las palabras —exigió aquella cosa.

—No las sé… por Dios, no las sé…

—¡¡Di las palabras!!

 

Estaba prácticamente encima de él. Podía sentir el hedor, el frío de la muerte misma. Entonces lo dijo, lo que salió de su corazón, de su alma, lo gritó tan fuerte que el eco resonaría durante mucho tiempo dentro de aquellas paredes, dentro de aquella casa.

 

—Lo siento! ¡Fue mi culpa! Yo… no debí… no debí… rendirme… Yo hice esto, yo provoqué esto. Es lo que hago, empujo a las personas lejos de mí, no importa cuánto las ame o cuánto me amen, siempre las alejo. Este soy yo. Eso soy yo. Y todo fue mi culpa.

 

Se llevó las manos a la cara, seguía en el piso, entre los escalones seis y siete, cuando la luz regresó. Se descubrió la cara y vio que en su casa todo seguía igual. Se levantó, se limpió las lágrimas que le corrían por el rostro y llegó hasta la sala, donde había dejado el cofre. Seguía abierto. Se talló los ojos y se sentó. Respiró hondo y escondió la cara entre las manos una vez más, “Me estoy volviendo loco” pensó. Al levantar la vista vio que el cofre ya había desaparecido. Se levantó del sillón y buscó debajo de la mesita de centro, a un lado de la sala, bajo las sillas y nada. Caminó hacia la puerta. Pasaba de la media noche, eso era seguro, pero no le importó, necesitaba el aire fresco, el verdadero aire fresco. Al abrir la puerta lo desconcertó el absoluto silencio y la completa oscuridad fuera de su casa, ni una simple lámpara o luz o foco estaba encendido. Entonces, y por puro instinto, levanto la vista al cielo y vio, con horror, como una gigantesca tapa de madera con dientes serrados se cerraba sobre él y su casa, dejándolo en completa oscuridad y escuchado en la lejanía la misma orden “Di las palabras”

 

—¡No, por favor! Esas eran las palabras… —susurró Tony antes de quedar sepultado en el negro absoluto.

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