El Canto de las lluvias.






Cuando las lluvias cesaron, fue como un respiro para los habitantes de la vieja vecindad. Algunos daban gracias, otros soltaban el aire retenido en sus pulmones, como si lo hubieran guardado durante los últimos cinco días. La crisis parecía haber terminado, los viejos departamentos soportaron la tortura e inclemencia del tiempo.

Los cimientos más fuertes probaron su nombre después de que los truenos y relámpagos cayeran a tierra. Los habitantes de la vecindad se dedicaron a limpiar lo primordial. El agua había alcanzado el interior de las viviendas, había destruido muebles viejos, conseguidos a base de esfuerzo y sacrificio. Algunas ventanas se rompieron con los estruendos del cielo.

 Los patios llevaban vestidos de hojas mojadas y ramas partidas. Las paredes y techos tenían marcas de agua por algunas esquinas. Los habitantes, dolidos pero a la vez agradecidos, salieron de sus casas, como en un acuerdo en silencio con los demás vecinos, para evaluar los daños en todo el edificio. El atrio principal, al igual que muchos patios, estaba rebosante de hojas, basura, ramas y algún que otro animal muerto.

Los vecinos comenzaron a limpiar, cuando un sonido los interrumpió de su tarea. Un graznido amplificado, unas señoras que estaban en la tarea de juntar la basura, dieron un respingo al escucharlo; un matrimonio joven se tomó fuertemente de las manos; los hombres, que estaban levantando las ramas más grandes, se echaron para atrás instintivamente, unos incluso santiguándose, pidiendo clemencia. El graznido pasó a convertirse en un estertor, dos ramas enormes cayeron al suelo, y, debajo del arco que sostiene la entrada a la vieja vecindad, atrapado entre cables de luz, ramas y tendederos de plástico, se encontraba una gigantesca ave, debatiéndose entre liberarse y rendirse.

Los vecinos, al verla, calcularon que pasaría los dos metros treinta cms, sus garras se afirmaban al cemento del arco. Fue en un debatir de alas que las personas se dieron cuenta de la forma humanoide de aquella ave, de un rostro sin plumas, pero tampoco nariz, arrugas y escamas en lugar de piel. Tenía un pico pequeño en comparación con el tamaño de su cabeza. Y sus ojos, nadie jamás podrá olvidar esos ojos, completamente negros adornados por un iris amarillo. Sus brazos, atascados frente a sus alas, medían de largo lo que mide un hombre adulto.

Estaba desesperado, angustiado, se veía claramente en su expresión. Entonces él se dio cuenta de su público, de las personas que lo observaban asustadas y extasiadas al mismo tiempo.
Tomó aire, infló su pecho lleno de plumas y gritó

- ¡Ya viene! ¡Ya viene¡

Su grito, entre cacareo y el sonido más agudo que jamás pudiera escucharse, hizo que algunas personas corrieran, otras se hincaron y al final el hombre ave pudo zafarse de su prisión temporal y huir lejos de aquella vieja vecindad, sin dejar de repetir y augurar que algo ya se aproximaba. 





Jorge Robles.
Septiembre 2018.

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